miércoles, 28 de julio de 2010

Desde el otro lado del horror

Nuevo ejercicio del taller: La visión que se tiene desde una ventana. Para el verano se ha planteado una experiencia vacacional en el extranjero, en otra época que no sea la actual; donde debe aparecer el título de un libro y una melodía-pieza musical-canción (a poder ser nuestras favoritas). Buen verano y buenas letras.
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La mañana es plomiza y fría. El cristal de la ventana está empañado en algunas partes. Me gusta escribir en letra gótica con el dedo el nombre de mi mujer Liselotte y ver cómo los caracteres se descomponen y las gotas descienden despacio por el vidrio. Y es que la humedad se cuela a través de los intersticios y parece traspasar el ladrillo; el terreno pantanoso sobre el que estamos tiene la culpa de las inclemencias que solemos sufrir. He pedido que lo arreglen un par de veces, pero no me han hecho ni caso y me han dado largas. La burocracia de aquí es insoportable.
Es otro día más en este infierno. La tierra de ahí fuera es negra, negra como el alma humana. Esta comparación me viene rondando la cabeza desde hace tiempo, aunque espíritu de poeta no tengo precisamente. Algún día nos juzgarán por lo que estamos haciendo aquí y no tengo claro cuál será el veredicto. Bueno, el de los jueces que conformen el tribunal sí que sé cuál será, pero ¿y el del pueblo? ¿y el del mundo? Ése sí que me resulta una incógnita.
La alambrada que nos separa de ellos está electrificada. Sus púas son verdaderamente amenazadoras, capaces de atravesar la piel con la facilidad de un bisturí. En un par de ocasiones he visto con mis propios ojos cómo destrozaban la carne. Es repulsivo. Además, están electrificadas. Un leve contacto y te tuestas como un cordero en un asador. La fetidez de la carne chamuscada es difícil de olvidar. Lo sé por experiencia.
Los barracones de madera están al otro lado de la alambrada, tienen forma de cuadras alargadas pero allí no hay caballos. No diría tanto de que no los habitan animales. Los barracones no están sellados en su parte alta y por ahí entra el frío. Muchos no lo resisten y sucumben encogidos sobre los catres desnudos. La ropa de abrigo no está dentro de su vestuario. Quien planificó la construcción de este complejo sabía bien lo que se hacía. Todo tiene su lógica, macabra por supuesto, pero con una finalidad evidente.
Ellos pasan por delante de nuestro edificio en la distancia, sin detenerse. El que lo haga sabe bien las consecuencias que ello trae. Alguna vez he visto que alguno lo ha hecho adrede buscando adelantar su fin. No faltan ejecutores para complacerles. Entonces tienes la sensación de que se están saliendo con la suya porque consiguen lo que pretenden, aunque esto sea la muerte. Los odio por ello.
Acaba de pasar una pareja de ellos arrastrando un cadáver despojado por completo de sus harapos a rayas. Seguro que alguno los aprovechará. Parecía que tenían dificultades para acarrear con el cuerpo; normal, no tienen fuerzas ni para mantenerse de pie. Los huesos les asoman por debajo de la piel apergaminada. No entiendo cómo subsisten con la bazofia que se les da para comer; ni los cerdos se la comerían, por no hablar del aporte calórico insuficiente. Pero ellos son capaces de resistir eso y más. No me extrañaría que ahí dentro se llegase en algún momento al canibalismo.
Se acaba de detener uno de ellos junto a la alambrada. Se le habrá caído algo. Pero… No, no es eso. Maldita sea, no se mueve. Me ha visto tras la ventana. Me está mirando con esos ojos negros de roedor; su nariz de córvido apunta hacia aquí. Diablos. Por cosas como ésta los odio. Tan pronto y ya me hacen trabajar. ¿Dónde habré puesto mi Luger?
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