El único día que coincidían en la cama era el sábado; los demás se levantaban a diferente hora. Cuando se despertaban juntos él siempre le decía entre las sábanas que olía a sueño y ella le preguntaba aún con cara de niña legañosa que qué era eso. Podía imaginárselo, hacerse más o menos una idea de lo que quería decir, pero le gustaba oírlo de su boca, que le explicara en que consistía aquel enunciado que a ella le parecía la mar de bonito. Él no solía regalarle los oídos con palabras románticas, así que ella había decidido conformarse con esto. Él se hacía el remolón porque le daba vergüenza escuchar su propia voz, le parecía demasiado cursi, así que trataba de evadirse mediante excusas, alargando los silencios, dibujando sonrisas sardónicas, o simplemente se ponía en pie y se marchaba al cuarto de baño justificando tener una urgencia. Pero no era tan fácil escapar de ella; aguardaba en la cama expectante a que él regresara y, una vez volvía a tumbarse a su lado, insistía en su retahíla acerca de lo que era oler a sueño. Cuando él entendía que ella no cejaría en su insistencia, se resignaba, resoplaba e iniciaba su exposición.
Siempre había tenido la opinión de que la verdadera belleza de una mujer se descubría nada más ésta abría los ojos después de pasar la noche en la cama. Ahí no había maquillaje, ni rímel, ni pintalabios. La mujer quedaba sola, sin disfraces, mostrando su yo real. ¿Era ésa la belleza interior? Pudiera ser. Lo que tenía claro es que era el momento en que la mujer se mostraba en su plenitud. Y en ese momento las sábanas proporcionaban cobertura a esa feminidad. Bajo la tela quedaba un aroma dulzón, tenuemente impregnado por el olor del sudor transpirado durante la noche y que se adhería al pijama o al camisón, según tocase. En ocasiones la mezcla se aderezaba con los remanentes casi extinguidos del perfume o del desodorante empleados el día anterior; el saín del cabello alborotado también aportaba su pequeña dosis a la pócima; al igual que los efluvios que ascendían desde las profundidades más íntimas del tálamo; incluso en esa mezcolanza entraba el hálito expelido a causa de una mala respiración o la adopción de una postura incómoda salpicado por los sabores ingeridos en la cena.
Todo formaba parte del sueño. Todo era sueño.
Y sueño era ella.
Siempre había tenido la opinión de que la verdadera belleza de una mujer se descubría nada más ésta abría los ojos después de pasar la noche en la cama. Ahí no había maquillaje, ni rímel, ni pintalabios. La mujer quedaba sola, sin disfraces, mostrando su yo real. ¿Era ésa la belleza interior? Pudiera ser. Lo que tenía claro es que era el momento en que la mujer se mostraba en su plenitud. Y en ese momento las sábanas proporcionaban cobertura a esa feminidad. Bajo la tela quedaba un aroma dulzón, tenuemente impregnado por el olor del sudor transpirado durante la noche y que se adhería al pijama o al camisón, según tocase. En ocasiones la mezcla se aderezaba con los remanentes casi extinguidos del perfume o del desodorante empleados el día anterior; el saín del cabello alborotado también aportaba su pequeña dosis a la pócima; al igual que los efluvios que ascendían desde las profundidades más íntimas del tálamo; incluso en esa mezcolanza entraba el hálito expelido a causa de una mala respiración o la adopción de una postura incómoda salpicado por los sabores ingeridos en la cena.
Todo formaba parte del sueño. Todo era sueño.
Y sueño era ella.
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