Se había echado a la calle como el resto de la fauna capitalina. Su intención era unirse al tomate también. No sabía cómo hacerlo, pero tampoco le preocupaba; se dejaría llevar. Y en ésas estaba cuando fue el jaleo quien salió a su paso. Fue en una esquina. Allí había una camioneta y subidos a la caja dos tipos repartían fusiles y munición. Una patulea de exaltados se agolpaba sobre el vehículo tratando de recibir su regalo. Era su oportunidad. Al principio aguardó su turno; pero al ver que nadie respetaba el orden, se abalanzó sobre la caja como un sediento sobre una pileta. Ya estaba a punto de conseguir su objetivo cuando uno de los tipos que repartían el armamento le espetó:
–Carné. Enséñame tu carné.
–¿Carné de qué?
El gesto que puso el interpelado le dio tan mala espina como un guardia civil con ganas de cumplir su deber.
–Carné del partido, imbécil. O del sindicato.
Con las mismas ganas con las que se había echado sobre la caja se apartó. Su desilusión fue enorme. No tenía carné de ninguna organización y, por tanto, se quedaba sin fusil. El mejor tirador del barrio, el Búfalo Bill de las verbenas, no iba a poder demostrarse a sí mismo y a los demás que era el mejor en esas guisas; y es que bueno era un calificativo que se le quedaba un poco corto. Su desazón se acrecentó cuando un hombre obeso, casi calvo, con una papada que le hacía parecer que llevase el neumático de un autobús colgado al cuello, pasó a su lado con un Máuser entre las manos. No pudo dejar de mirar el arma con codicia. El orondo poseedor no llegó a percatarse de que un lobo había orientado su hocico en su dirección, pues estaba obnubilado y no podía creerse que fuera propietario de un Máuser nuevecito.
La marea humana puso rumbo hacia la montaña del Príncipe Pío. Presa y cazador se dirigieron también hacia allí.
«Simplemente por tener un carné, ése lleva un fusil», pensó resentido.
Cerca de la plaza de España se oyeron los ecos de disparos. Había empezado la fiesta.
«Y yo sin arma. Y el gordo este con una.»
Las carreras se aceleraron. Él siguió detrás del grasoso individuo. No quería perderle. Tarde o temprano el Máuser caería en sus manos. Dónde iba aquel tipo, si no podía siquiera correr sin fatigarse.
Llegaron hasta el terraplén arbolado que daba a la fachada del cuartel que miraba hacia la calle Bailén. No era mal sitio. Desde allí las ventanas eran blanco fácil. Se colocó a unos metros del gordo, que se secaba el sudor de la calva con un moquero tan grande como una sábana. Su gesto congestionado no parecía albergarle nada bueno. Estaba a punto de asfixiarse. Milagrosamente el gordo se recuperó. Al tiempo las balas empezaron a silbar sobre sus cabezas con mayor intensidad. Entonces no tuvo dudas de que el fusil sería pronto suyo. El gordo no duraría ni lo que una perra gorda a la puerta de un colegio. Aquello no estaba hecho para gente como él. Seguía observando a su objetivo y su modo de proceder cuando el gordo se preparó para disparar.
«Esto sí que va a ser bueno.»
El gordo apuntó, vaciló, volvió a apuntar. No pudo contener una sonrisa al ver sus dudas. Entonces el gordo disparó sobre una ventana y una gorra de plato cayó hacia la calle. Blanco.
Su sonrisa se desdibujó y agachó la mirada avergonzado. Búfalo Bill era gordo y calvo.
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