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Los veladores, debajo de la costra de roña, son de mármol negro, y para hacer muchos de ellos se han aprovechado las lápidas rotas de las sacramentales, de la Almudena y de San Isidro; cualquiera, aquel o aquella que no se ande con remilgos, si pasa las yemas de los dedos por debajo, puede comprobarlo y reconocer las letras que conformaron en su día el nombre de un difunto o bien un epitafio. Las patas de los veladores son de forja, herrumbradas la mayoría de ellas. Se nota a simple vista que les falta un buen repaso de lija y pintura; el último, probablemente, no se ha hecho desde mucho antes de la guerra. El azogue de los espejos está mustio, velado, y da la sensación que las imágenes no se proyectan con toda su viveza, como si a los reflejos les faltara el alma. El humo cubre el local, pues todo el mundo fuma; unos, tagarninas; otros, tritones; otros, tabaco de noventa; los que más, cigarros baratos, de cuarterón; algunos incluso se lían cigarrillos de colillas previamente desliadas. Padilla, el cerillero, no para de atender peticiones de la clientela; las cosas andan achuchadas pero del tabaco no se priva nadie. Padilla se alegra; tiene trabajo asegurado para largo; cruza los dedos de vez en cuando para potenciar su buena suerte.
–Está claro que lo que marca la diferencia es el cabello de ángel –opina don Lorenzo echando su espalda hacia atrás hasta apoyarla contra el respaldo de la silla. Su gesto es como el de un pensador que hubiese llegado a una conclusión aristotélica.
–No sé, no sé –dice don Eustaquio meneando la cabeza–. Yo creo que es la masa lo que la marca. La masa…
El más joven de los tres contertulios se echa a la boca su vaso de café; ya debe estar frío. Mira a uno y a otro de sus acompañantes sin posicionarse por ninguno de ellos.
–Le insisto, don Eustaquio, que es el cabello de ángel. Recuerda lo buenos que los hacían en Capellanes antes de la guerra.
–Me acuerdo, me acuerdo –dice asintiendo con la cabeza–. ¿Cómo no me voy a acordar? Si eran los mejores torteles de todo Madrid.
–Pues hay está la prueba de lo que le digo: el cabello de ángel es fundamental.
–No las tengo todas conmigo, es verdad. Pero si me dan a elegir, don Lorenzo, me quedo con un suizo.
El tercer contertulio agacha la cabeza como si hubiese intuido algo; ahora parece un orante. La dueña asoma poco después. Doña Rosa trae su mal gesto cotidiano.
–¿Qué pasa con los señores? ¿No van a tomar nada?
El más joven toma su vaso y da vueltas al líquido con la cuchara. Quiere disimular. Su café es la única consumición que hay encima del velador.
–Muchas gracias, doña Rosa –agradece don Eustaquio–. Pero estamos servidos.
–Nos ha merengao –rezonga doña Rosa; su aliento apesta a ojén, sus pequeños dientes están renegridos–. Esto se va a acabar, lo de sentarse y darle a la lengua sin hacer gasto.
Los dos parroquianos más veteranos sonríen estoicos; son buenos actores desde hace tiempo; las circunstancias lo han querido así.
–Alguna vez podrían ustedes pedir algún bollo, ¿no? –les recrimina–. Que para algo los tengo, leñe.
Un triple soniquete de tripas es la única respuesta que recibe.
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