El ring ha sido improvisado en lo que fuera un silo; aún perdura el olor del grano almacenado y el polvillo parece flotar en el aire. Cuatro bidones lo delimitan, cada uno situado en una esquina del cuadrilátero, cada uno relleno de arena y sobresaliendo de ésta una estaca en cada uno. Una maroma las une entre sí, rodeándolas en un intento de nudo en su parte más alta; ésta cae flácida como las carnes de un viejo sin llegar a tocar el suelo.
El público lo constituyen los miembros del batallón, aproximadamente quinientos tipos que no hartos de sangre exigen más. El vocerío que forman es tremendo. Sus rostros están ansiosos, hacen gestos hieráticos, se demudan en muecas extrañas; desencajan sus mandíbulas para reclamar la aniquilación de uno de los contendientes. Les da igual quien sea. Pero debe caer uno. Van en mangas de camisa, en camiseta de tirantes los que más, alguno ha aprovechado para llevar el torso desnudo ante la indolencia de los oficiales. Hace calor en agosto. El sudor de los cuerpos se mezcla con la remanencia del grano.
Los han sentado en una especie de patio de butacas en quince o veinte filas de sillas de tijera; cuando se han acabado éstas, se ha recurrido a balas de alfalfa; pero la mayoría se arremolina detrás, de pie. Lo de permanecer en los asientos ha durado poco, el ímpetu de los espectadores les ha hecho ponerse en pie paulatinamente.
Los oficiales ocupan sitio preferente junto al ring, al tiempo hacen de jurado. No tienen ni idea de puntuar un combate, pero eso es lo de menos pues ya forman parte del espectáculo. Hay que darle carnaza a la fiera.
Los entrenadores aguardan a sus pupilos en sus esquinas, a la espera de que suene la campana, que tañe un sargento barbado clavadito a El Campesino. Uno es un brigada ya cincuentón, chaparrito y zambo, que en su día también fue púgil; lo denota su nariz aplastada y las cicatrices que perfilan sus cejas. El otro es el acompañante del cubano. Es un mulato desgarbado y dentón de la sección de ametralladoras, que parece reírse en todo momento. Su amigo se está partiendo la cara en el ring y él parece estar pasándoselo bien con su mueca risueña.
Luego están los contrincantes. No les ha quedado otra que aceptar la oferta del mando de liarse a mamporros. Es una buena causa el animar a la tropa después de una batalla, pero mejor es una semana de permiso.
Kid Manteca le daba a esto del boxeo antes de la guerra por el Price y el Frontón Jai Alai, incluso había practicado catch para ganarse unas perras. Era de Chamberí, fornido y algo pesado para ser un peso medio; con un directo de escándalo. Pero no le ha valido de nada porque el negro, un cubano llamado Felipe Corrientes, el Mambí de ébano, que se mueve tan ágil como un mono, con un juego de pies que ya quisiera Fred Astaire, le ha llegado con una buena serie de uppers después de haberle castigado el hígado en varias ocasiones; ahí es donde se hace daño. Finalmente un directo de izquierda termina por llevar a la lona a Kid Manteca, que no sabe por dónde ha venido la tormenta. Cae como un fardo, con los brazos inmóviles pegados al cuerpo; con las piernas cediendo a su peso.
El batallón grita más que nunca, incluso más que cuando trató de tomar al asalto Quijorna días antes. La naturaleza humana y sus contradicciones.
El público lo constituyen los miembros del batallón, aproximadamente quinientos tipos que no hartos de sangre exigen más. El vocerío que forman es tremendo. Sus rostros están ansiosos, hacen gestos hieráticos, se demudan en muecas extrañas; desencajan sus mandíbulas para reclamar la aniquilación de uno de los contendientes. Les da igual quien sea. Pero debe caer uno. Van en mangas de camisa, en camiseta de tirantes los que más, alguno ha aprovechado para llevar el torso desnudo ante la indolencia de los oficiales. Hace calor en agosto. El sudor de los cuerpos se mezcla con la remanencia del grano.
Los han sentado en una especie de patio de butacas en quince o veinte filas de sillas de tijera; cuando se han acabado éstas, se ha recurrido a balas de alfalfa; pero la mayoría se arremolina detrás, de pie. Lo de permanecer en los asientos ha durado poco, el ímpetu de los espectadores les ha hecho ponerse en pie paulatinamente.
Los oficiales ocupan sitio preferente junto al ring, al tiempo hacen de jurado. No tienen ni idea de puntuar un combate, pero eso es lo de menos pues ya forman parte del espectáculo. Hay que darle carnaza a la fiera.
Los entrenadores aguardan a sus pupilos en sus esquinas, a la espera de que suene la campana, que tañe un sargento barbado clavadito a El Campesino. Uno es un brigada ya cincuentón, chaparrito y zambo, que en su día también fue púgil; lo denota su nariz aplastada y las cicatrices que perfilan sus cejas. El otro es el acompañante del cubano. Es un mulato desgarbado y dentón de la sección de ametralladoras, que parece reírse en todo momento. Su amigo se está partiendo la cara en el ring y él parece estar pasándoselo bien con su mueca risueña.
Luego están los contrincantes. No les ha quedado otra que aceptar la oferta del mando de liarse a mamporros. Es una buena causa el animar a la tropa después de una batalla, pero mejor es una semana de permiso.
Kid Manteca le daba a esto del boxeo antes de la guerra por el Price y el Frontón Jai Alai, incluso había practicado catch para ganarse unas perras. Era de Chamberí, fornido y algo pesado para ser un peso medio; con un directo de escándalo. Pero no le ha valido de nada porque el negro, un cubano llamado Felipe Corrientes, el Mambí de ébano, que se mueve tan ágil como un mono, con un juego de pies que ya quisiera Fred Astaire, le ha llegado con una buena serie de uppers después de haberle castigado el hígado en varias ocasiones; ahí es donde se hace daño. Finalmente un directo de izquierda termina por llevar a la lona a Kid Manteca, que no sabe por dónde ha venido la tormenta. Cae como un fardo, con los brazos inmóviles pegados al cuerpo; con las piernas cediendo a su peso.
El batallón grita más que nunca, incluso más que cuando trató de tomar al asalto Quijorna días antes. La naturaleza humana y sus contradicciones.
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