jueves, 7 de mayo de 2009

Sin concesiones

Antes de que le hirieran ya se había mostrado interesado por la gastronomía española. Pero poca gastronomía iba a catar según marchaban las cosas. A Madrid llegaba lo justo, y nada de variedad. Y al frente, menos. Del boniato, la patata y la lenteja no salíamos. Luego no sé lo que le esperaría en el hospital; supongo que algo mejor, pero nada para tirar cohetes.
Al parecer había sido cocinero en su país, aunque no me pregunten cuál. Anglosajón seguro. Ahí se demuestra mi interés por estos tíos. Ni me va ni me viene de dónde vengan. Lo único que me importa es que han venido a luchar en esta cochina guerra, y eso es lo substancial. Lo demás sobra. Cuanto menos información tengas del tipo que comparte la trinchera contigo, mejor. Así no le coges demasiado apego; por si le pegan un tiro y se lo cargan, más que nada, y no tienes que estar recordando sus historias. Yo ando escarmentado desde el principio del baile. El Higinio se subió conmigo para la Sierra a los pocos días de empezar el jaleo. Nos habíamos conocido en el patio del colegio de Francos Rodríguez y desde allí fuimos al cuartel de la Montaña y después a Carabanchel. Hicimos buenas migas y pegamos tiros juntos desde entonces, hasta que un requeté se lo cargó en una descubierta a principios de septiembre. Cago en la hostia, era gracioso el condenado. Supe de él toda su vida, de pe a pa, pues me la contaba durante las guardias; incluso en un permiso en Madrid me presentó a sus padres y a su hermana. Menudo mal trago pasé cuando tuve que ir a darles el pésame. Desde entonces me he cuidado mucho de coger apego a alguien. Por eso no tengo muy buena prensa entre la gente de la compañía.
Pues el andoba este se presentó el día que los fachas apretaron de verdad para tomar la ciudad. Pertenecía a una de las brigadas internacionales que se preparaban en Albacete, y que los mandos desplegaron por la Casa de Campo y la Universitaria para contener a los moros y a los legionarios. Hola, dijo medio sonriendo, mi nombre es John. Tócate los cojones, nos dijimos todos. Anda, John, majete, agacha la cabezota y ponte a pegar tiros como los demás. Y lo hizo, y bien. Le echó arrestos. En una pausa en los combates alguien le preguntó que cómo había llegado allí. Para qué queríamos más. El tío se enrolló de lo lindo y mal se explicó con un castellano con el que parecía masticar goma de mascar. Yo desconecté la oreja y me puse a leer un panfleto de los comunistas que había traído uno de Mundo Obrero. Creo que fue ahí cuando soltó lo de que era cocinero en su país. No sé quién le dio carrete y empezó a hablar de comida. Nosotros con más hambre que un perro y no hizo otra cosa que hablar de los platos que elaboraba en su restaurante con todo lujo de detalles. Yo dejé de atender a las letras del panfleto porque no me enteraba de nada y se me empezó a hacer la boca agua. Fue después cuando el tío pasó a contar que le apasionaba la gastronomía española y que, incluso, probaba a hacer recetas en su local, pero que aún no tenía el punto cogido. Eso es por el aceite, opinó un listo. Seguro que usa mantequilla y no aceite de oliva. El ensueño pantagruélico colectivo lo finiquitó de cuajo un paco con buena puntería, que acertó al narrador en la clavícula. Estoy por decir que si no lo hubiese hecho el "paco" le hubiese pegado un tiro yo mismo, porque ya empezaba a hablar de paella, y no hay cosa que me guste más que la paella.

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